Nosotras habitamos en un pequeño triángulo al occidente de México. Entre volcanes y el océano Pacífico, esta tierra de cocos desaparecería del mapa a no ser por su puerto, su sal y sus playas. Nuestra historia es testiga de que la ciudad en la que vivimos fue fruto de un accidente.
Esto te lo decimos no solo para hacerte saber en dónde andamos, sino también por las particularidades de vivir en la periferia de la periferia. Desde acá los acontecimientos que mueven a nuestro mundo se observan con una extraña lejanía. Son noticias que oleada tras oleada provocan un tumulto que dura un par de semanas. Así nos llegó la Conquista, la Colonia, la Independencia, la Reforma, la Revolución, el PRI, el neoliberalismo, la autodenominada 4T y, ahora, el coronavirus.
La apatía y la sumisión definen a nuestro gentilicio. Nuestra existencia está marcada por la tibieza: apoyamos bandos a conveniencia y cedemos responsabilidades acorde a la pereza. Esta estrategia –que podría calificarse de mediocre– ha funcionado para que los grandes cambios lleguen acá sin asestarnos un duro golpe y que en su lugar sean mutaciones paulatinas hasta el punto de ser indistinguibles.
Lo único que por años ha manchado de rojo a nuestras calles ha sido el narcotráfico. Quisimos creer que era solo otro medio de subsistencia, así como pensamos que en el 2006 se “depurarían” las calles. Luego pretendimos justificar nuestro error con la xenofobia que nos caracteriza: esa guerra no es nuestra, fue “importada” por la gente de Michoacán o de Jalisco.
La “importación de casos” es un eufemismo fruto de la correctud política que ha tomado fuerza. El coronavirus ha mostrado que detrás de nuestra supuesta civilidad aún existe xenofobia –cada quien echándole la culpa al vecino–; racismo –que de nuevo los compas de África pagan la deuda hasta en China–; clasismo –los ricos huyendo a sus casas de verano mientras que en las urbes pulula el virus–; violencia de género –¿nadie pensó que el aislamiento doméstico también implicaría un alza en la explotación sexual, la violencia y los feminicidios?–; discriminación a los adultos mayores –¡ya déjense morir, necesitamos los suministros médicos!– y especismo –que descansen en paz todas las mascotas abandonas o envenedadas por el temor a que transmitan el virus.
Desde aquí nos hemos ido enterando a través de las noticias. Nuestra cuarentena hace que todos los días sean domingo. Perdimos el acceso a las playas y los ríos por cuestiones de “salubridad” pero “ganamos” muros de contingencia que niegan la entrada a este totopo a cualquier foráneo. Estas tomas de control han justificado la supuesta poca afectación del coronavirus por estos lares, añadiendo que la mayoría de los casos han sido “importados”.
Aún carecemos de perspectiva histórica como para saber si el coronavirus es el inicio del fin del mundo o de una época. Tanta película y cristianismo nos generó la idea de que el “fin” es juicio, extinción y protagonismo –nosotras haciéndole al Mad Max o al mesianismo. Así como el ataque a unas torres metió en el discurso y política contemporáneos la retórica del terrorismo, por la cual se justifican intervenciones en pos de intereses geopolíticos, además de haber dado la bienvenida a la vigilancia en su vertiente moderna, el coronavirus al menos será otro tropo. El virus podrá irse, pero la incertidumbre quedará ahí para alimentar lo que ahora es cada vez más evidente: ante esta coyuntura las medidas de pasiva vigilancia masiva adquirirán su legitimidad.
Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación hace mucho tiempo atrás dejaron de ser una herramienta que se usa o abusa. Ahora son la columna vertebal que con bits articula y estandariza todos los mecanismos que mueven a nuestro mundo. Además, son praxis política que permiten la aplicación sutil, sistemática y en vivo y en alta definición de la ley o al menos evidencia a sus infractores. La pasiva masividad de esta nueva forma de vigilancia se da a través de tiendas de aplicaciones preinstaladas, de código cerrado que impide su correcta evaluación y de términos de servicio poco claros.
No fue como en las pelis de hackers, sino a través del uso desmedido de un par de aparatos que nosotras encendemos y alimentamos. Para las personas usuarias es solo un par de aplicaciones ad hoc a las necesidades del momento. Sin embargo, para Estados y corporaciones es la excusa perfecta para probar nuevos mecanismos de monitoreo y minería de datos en un contexto de perpetuo estado de excepción.
Pero esto problablemente ya lo sabes. En estos textos hay otras personas que lo han explicado mejor que nosotras y con una experiencia más cercana. Acá la tecnopolítica derivó en un hackatón para “combatir” al coronavirus, en cuyas propuestas reflejan más una preocupación por la interrupción de la capacidad productiva que por lo que este fenómeno ha servido a intereses ajenos a las necesidades médicas de la cuarentena.
Así como este freno al frenesí de nuestros modos de vida está siendo orientado a tipos de praxis políticas que amenazan las pocas libertades que como personas y comunidades hemos conseguido o defendido, también puede ser una coyuntura para sentarnos y hablar con franqueza: ¿qué hemos hecho?
No sabemos dónde te encuentras ni con quién te apoyas, pero con esta lengua podemos entendernos. En nuestro trabajo venimos anunciando la “muerte” del capitalismo desde antes que todas nosotras naciéramos. Fuimos tan ególatras que pensamos que este mundo se deformaría aún más, se destruiría, cambiaría o fragmentaría a partir de las acciones que realizamos como personas, como comunidad o como especie. Tuvo que ser algo que no podemos ver, algo que no piensa, algo que solo se propaga, lo que hoy al menos ha puesto un freno momentáneo a algunas de las entidades a las que nos oponemos.
Al puro estilo sci-fi, un virus nos ha demostrado dos cuestiones útiles para reflexionar sobre nuestra lucha. Detener esta maquinaria es posible. Repetimos: detener esta máquina es posible. No se requieren grandes recursos, sino estrategias específicas de propagación y resistencia. Sin embargo, también demuestra que esa detestable máquina todavía tiene aliento. No está en decadencia, sino en transformación continúa, como si fuese un monstruo de ánime japonés.
Las compas de Chiapas dicen que es una hidra. Pero nos negamos a pensar que esa cosa tiene vida. No admitimos la posibilidad de que la lucha es para asesinarla. No puede morir porque no es un organismo vivo que cual parásito o virus pone en peligro a nuestra existencia. Se trata de una especie de dispositivo o función o como quieras llamarlo que se pega a nuestros modos de vida. Se reproduce en cada momento que aceptamos una realidad donde sin dinero no hay ocio ni dignidad ni tiempo ni vida. Esa cosa se anima en el momento que la abstraemos y la pensamos como una entidad externa que nos controla y aflije.
Desde acá te preguntamos, ¿hasta cuándo dejaremos que esa cosa mute y mute a través de nuestras prácticas? En cada transformación nos fatiga y hasta nos vence: de algún modo tenemos que hacer que el ritmo de trabajo y de vida sea también un asunto de autonomía, autogestión y cuidados, un asunto de la tecnopolítica y psicopolítica que estamos llevando a cabo. Tener tiempo también es una de nuestras luchas.
¿Pa cuándo dejaremos de dar patadas de ahogado? Quizá es tiempo de asumir que al barco no le pudimos cambiar la ruta, que la embarcación ya se está hundiendo, que ya no estamos en tierra firme, sino aferrados a un pedazo de madera flotante. Varias investigadoras indican que el coronavirus es solo un síntoma de cómo la pérdida de biodiversidad y el cambio climático pueden tener consecuencias que ni en las novelas avistamos. Si este súbito síntoma se anticipa que tenga un impacto tan grande como el tropo del terrorismo o el dislocamiento de la Gran Depresión, ¿estamos como colectivos, como obreras, como deseosas de otros mundos, preparadas para lo que viene en los próximos cincuenta y dos años? Este nuevo ciclo será más duro.
Según ciertos artículos las consecuencias totales de la actividad que realizamos hoy en día tardan unos cincuenta años en manifestarse completamente. Esto quiere decir que las consecuencias que estamos viendo ahora tienen sus orígenes en 1970, cuando la “revolución” verde y el neoliberalismo aún empezaban. ¿Qué nos depara para los siguientes años?
Unas podemos movernos por la esperanza de que aún es posible hacer algo. Otras actuamos bajo la idea de que aún sin esperanza hemos de seguir luchando en pos de las generaciones sin futuro que ya están naciendo. ¿Con qué cara vendremos nosotras a decirles que, justo en los inicios, como generación, clase o género optamos por reducir el problema a sus partes? Coronavirus por allá, sequías por acá, huracanes y tornados sin aparente novedad, pero cada fenómeno cada vez más fuerte, cada vez más sistemático.
Quizá llegó el momento en que sin importar de dónde vengas o qué hagas, juntas empecemos a construir la infraestructura que necesitaremos para los siguientes años. ¿Pa cuándo, pues, empezamos a poner en práctica lo que la internet distribuida nos ha enseñado?
Las redes de redes son posibles no solo para la transferencia de paquetes, sino también para la articulación de nuestras capacidades políticas. ¿Pa cuándo, pues, empezamos? Acá ya estamos listas.